En una serie de artículos vamos a analizar los hitos y fechas más importantes en la destrucción del patrimonio histórico de Sevilla.
La crónica negra sobre la destrucción del patrimonio histórico de nuestra ciudad tiene en sus autores nombre y apellidos. Las fechas más relevantes en esa destrucción –dejando aparte fenómenos naturales a nadie directamente imputables como incendios, inundaciones o terremotos– podemos relatarlas así:
El mariscal organizó su propio museo en su residencia del Palacio
Arzobispal el tiempo que estuvo en Sevilla. Allí, probablemente, reunió cerca
de doscientas obras escogidas que le hubiera gustado llevarse al dejar la
ciudad en 1812. Los mejores cuadros de Murillo y de los grandes maestros
sevillanos pasaron directamente a decorar su residencia.
La comparación entre el inventario de 1810 y los inventarios
posteriores indican, de forma aproximada, los cuadros sustraídos: un total de
173 pinturas. Los invasores galos se llevaron 32 cuadros de Murillo, 28 de
Zurbarán, 25 de Alonso Cano, 8 de Valdés Leal, 5 de Herrera el Viejo, 3 Rubens,
y 2 de Roelas, entre los más sobresalientes
Con el pretexto de modernizar y abrir plazas y espacios públicos se
derribaron dos parroquias mudéjares –Santa Cruz y La Magdalena– y el convento
de monjas agustinas de la Encarnación, además de ocupar conventos para usarlos
como cuarteles y cuadras, con el consiguiente destrozo. El convento de la
Encarnación comenzó a ser derribado el veintiocho de abril de 1810, solamente
tres meses después de la ocupación francesa. La excusa fue abrir una gran plaza
pública. Se realizó sin cumplir ninguno de los requisitos que la propia orden
de derribo indicaba –no se dieron
indemnizaciones, no fue solicitado por el Municipio–.
El plan de política urbanística que traía José I tenía como objetivo
abrir grandes plazas unidas por anchas avenidas que definiesen amplias
perspectivas, tal como se había hecho en Paris.
1835-36: Desamortización de Mendizábal, que declaró extinguidos, con algunas
excepciones, todos los monasterios, conventos, colegios, congregaciones y demás
casas de religiosos de ambos sexos, adjudicándose el Estado sus bienes y ordenando su venta –decreto de 9 de marzo
de 1836–. Sin entrar a valorar la oportunidad, necesidad o urgencia de las
medidas desamortizadoras, no cabe duda de que, cuantitativamente, es el
atentado más voluminoso al patrimonio histórico-artístico de toda nuestra
historia. Serían innumerables los ejemplos, citando solo como muestra la
desamortización de la Casa Grande de la Merced –hoy Museo Provincial de Bellas
Artes–, la Cartuja de las Cuevas y los conventos femeninos de Pasión y Santa
María de Gracia –dominicas–, de Belén –carmelitas–, Dulce Nombre y Nuestra
Señora de la Paz –ambos de agustinas y hoy conservados como sede canónica de
cofradías– y los de San Miguel y Justa y Rufina, ambos de franciscanas
concepcionistas.
A cambio, y por citar algo positivo, la primera mitad del siglo XIX
puede calificarse de «la época de las plazas», ya que nacieron las del Museo
–tras el derribo de parte del convento mercedario–, la actual del Cristo de
Burgos –en el solar de la primitiva Fábrica de Tabacos–, la de la Magdalena
–tras el derribo de la parroquia homónima–, la de la Alfalfa –tras derribarse
la Carnicería Mayor–, la Plaza Nueva –en el solar del convento de San
Francisco–, la plaza de Santa Cruz –tras el derribo de la parroquia homónima– y
la de la Virgen de los Reyes. El mercado central de la ciudad se levantó sobre
el solar de una enorme manzana que incluía el derribado convento de la
Encarnación, de monjas agustinas. Hoy, una comunidad de religiosas de la misma Órden, herederas del
derruido convento, mantiene el nombre del convento ocupando el antiguo hospital
de Santa Marta, en la Plaza de la Virgen de los Reyes.
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