LEYENDAS Y TRADICIONES: El hombre de piedra
El viandante que pasee por el barrio de San Lorenzo podrá encontrarse con una calle de nombre un tanto misterioso: Hombre de piedra. ¿Un hombre de piedra? Pues sí, un hombre de piedra, que no es más que un busto, al parecer romano, que se haya empotrado en la fachada de una vivienda. De ahí surgió la leyenda.
En
tiempos pretéritos era muy frecuente llevar la comunión a los enfermos de
manera ceremoniosa por lo que no era difícil encontrarse con un sacerdote y su
cortejo que llevaba el Santísimo Sacramento para alivio de un enfermo o
moribundo. La norma litúrgica disponía y dispone que los fieles se arrodillen o
hagan genuflexión al paso del Santísimo como signo de adoración. El pueblo le
llamaba «Su Majestad en público». Aún en muchos pueblos se sigue usando ese
término para las procesiones eucarísticas propias del tiempo pascual que
llevan, de manera solemne, la comunión a los enfermos e impedidos. También se
las llama «procesión de impedidos» actualmente.
Pero en
el siglo XV, fecha en la que se sitúa esta leyenda, con una presencia absoluta
de la Iglesia en la vida civil, las normas eclesiásticas eran obligatorias para
todo el pueblo. Y ¡ay de quién no las cumpliera! La línea entre las
jurisdicciones eclesiásticas y civiles se confundía. El pecado era delito y el
delito era pecado.
La ley
de la época de que hablamos, reinando Juan II, se puede leer debajo de la Cruz
de las Culebras, en la sevillana calle Villegas. Dice así:
El rey i toda persona que topare el Santísimo Sacramento se
apee, aunque sea en el lodo so pena de 600 maravedises según la loable
costumbre desta ciudad, o que pierda la cabalgadura, y si fuere moro catorce
años arriba que hinque las rodillas o que pierda todo lo que llevare vestido.
Pues
bien, en una de las numerosas procesiones con el Santísimo tocó pasar por
delante de una taberna. Los clientes que estaban en ese momento en el interior
salieron a la calle y, respetuosamente, se arrodillaron al paso del Santísimo.
Pero un tal Mateo, apodado el Rubio, no lo hizo.
—¿Por qué tengo yo que arrodillarme?
—exclamó con chulería el tal Mateo. Y
prosiguió:
—Sois unos lacayos. Un hombre de
verdad nunca se arrodilla ante nadie. Yo me quedo de pie y de pie seguiré.
Y así
fue. Siguió blasfemando hasta que un rayo caído del cielo lo convirtió en una
escultura de piedra, hundiéndole en el suelo hasta las rodillas, tal como hoy
aparece. Sus blasfemias habían tenido su merecido.
Y allí
sigue, eternamente de pie, como ejemplo de castigo por su impiedad y soberbia.
Y ya que
hemos citado la Cruz de las Culebras digamos algo sobre el origen de ese nombre
tan inusual.
La
actual calle Villegas se llamó antes Culebras, de ahí el apelativo de la Cruz.
Se rotuló con el nombre de Villegas desde 1898 por honrar al pintor sevillano
José Villegas Cordero (1844-1921), discípulo de Eduardo Cano de la Peña y que
llegó a ser director del Museo del Prado entre los años 1901 a 1918. No
confundirlo con Pedro Villegas Marmolejo, pintor sevillano renacentista que
vivió en el siglo XVI y que también tiene su calle en el barrio de Nervión.
Sobre el origen del anterior nombre, Culebras, nos ilustra José María de Mena, que le viene por una botica que había en esa calle, propiedad de un tal Juan Valle, que tenía pintada unas culebras. La culebra enrollada en una vara es el símbolo del dios griego Asclepio (Esculapio para los romanos), relacionado con la curación a través de la Medicina. Así pues, no es exótica la aparición de culebras pintadas en las boticas o farmacias, como hoy las llamamos.
La Cruz,
de madera, sin ornamentación, era la del
cementerio del Salvador, en la plaza homónima. El asistente Pablo de Olavide
ordenó retirarla del medio de la plaza y colocarla en su lugar actual, debido a
las molestias que causaba al tránsito de peatones y carros,
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