14.10.25

 

La cabeza del rey don Pedro

Todo el que escriba sobre temas sevillanos se topará, más bien pronto que tarde, con el rey don Pedro I y con algunas de las muchas leyendas que se relacionan con su persona.  En este sentido se le puede denominar como un rey legendario, dado que es el que más leyendas tiene en Sevilla. Pedro I de Castilla, por unos llamado el Justiciero y por sus detractores el Cruel.

A él le debemos la construcción del Palacio Mudéjar en el Alcázar sevillano con su espléndida fachada mudéjar y la reconstrucción de muchas iglesias sevillanas, que resultaron dañadas por el terremoto que tuvo lugar el 24 de agosto de 1356. Don Pedro vivió gran parte de su vida en Sevilla, ciudad a la que trasladó la corte, precisamente al Real Alcázar.

Muchas son las leyendas que le tienen por protagonistas, alguna de ellas en el escenario del Real Alcázar. Una de las más conocidas es la referida a su cabeza, a la cabeza del rey Don Pedro.

Pero veamos brevemente quién fue el personaje cuya testa, en piedra, aparece colocada en la calle de su nombre.

Pedro I de Castilla nació en Burgos un 30 de agosto de 1334 y murió asesinado alevosamente por su hermanastro Enrique en Montiel (Ciudad Real) el 23 de marzo de 1369. Sus padres fueron el rey Alfonso XI de Castilla y doña María de Portugal, que fue la que le crio y educó, en el Alcázar sevillano. Alfonso XI tuvo una amante llamada Leonor de Guzmán, con la que tuvo la friolera de 10 hijos y que, de facto, actuaba como reina ya que Alfonso XI tenía marginada a su legítima esposa, doña María, a la que había ingresado en el monasterio de San Clemente, de monjas cistercienses y allí tiene su sepultura. Uno de los hijos que tuvo con doña Leonor, Enrique, sevillano por más señas, sería quien arrebataría el trono a su hermanastro Pedro. Al rey Enrique II se le conoce como «el de las Mercedes» debido a las donaciones y grandes favores que tuvo que conceder a la nobleza que le había ayudado a conseguir el trono.

Su reinado abarcó desde el 26 de marzo de 1350 hasta su asesinato en 1369. Murió en una tienda de campaña y, una vez muerto, fue decapitado y su cadáver vejado. Ignominioso final. Hoy sus restos mortales, tras varias peripecias, descansan desde 1887 en la cripta de la Capilla Real de la catedral hispalense, por iniciativa de Joaquín Guichot Parody, cronista de la ciudad de Sevilla, junto a su amante María de Padilla y tres infantes.

Con la muerte de don Pedro se extinguió la Casa de Borgoña como reyes de Castilla, instaurándose tras su muerte la dinastía de Trastámara. 

Pero vayamos al grano.

Todo comenzó con un encuentro nocturno del rey con uno de los hijos de Tello de Guzmán, conde de Niebla, de la familia de los Guzmanes, enemigos acérrimos de don Pedro. Hay varias versiones: ora que fue un encuentro casual, ora que tuvo lugar un duelo acordado previamente, ora que si el rey iba o venía de un lance amoroso nocturno. Lo cierto es que el rey mató de una certera estocada al Guzmán, en el lugar llamado «De los Cuatro Cantillos», hoy calle Candilejo. Aunque la noche era muy oscura y nadie andaba deambulando a esas horas hubo una inesperada testigo: una viejecita, que, asomada a su ventana con un candil, presenció la escena y, aunque no reconoció las caras, sí que identifico al rey por el sonido que hacía al andar, ya que padecía de una artrosis que le hacía sonar los huesos. Su hijo escuchó el relato de la madre.

Al día siguiente, la noticia corrió como la pólvora por toda la ciudad. El padre del asesinado acudió al Alcázar, para pedir justicia al rey. Y don Pedro le garantizo que se haría justicia. Mandó publicar un bando en el cual se ofrecían cien doblas de oro a quién pudiera dar datos sobre el autor del asesinato. Y que la cabeza del autor del crimen se expondría públicamente.

Don Pedro pensaba:

          —Nadie me ha podido ver. La recompensa ofrecida, muy alta, nadie la va a cobrar. Y añadía:

          —Aun en el caso de que haya algún testigo oculto no se atreverá a denunciarme.

Pero no fue así. El hijo de la testigo se encajó en el Alcázar pidiendo ver al rey, alegando que sabía quién había sido el autor del asesinato. Don Pedro le recibió con una mezcla de curiosidad y desconfianza.

          —¿Tú sabes quién mató al Guzmán? —le espetó el rey.

          —Sí, majestad. Pero no puedo decirlo en público. Le ruego que nos quedemos a solas y se lo diré.

          —Salid todos y dejadme a solas con este villano —ordenó el rey a sus acompañantes. Y prosiguió:

          —Estad atentos por si os necesito, aunque a este villano me lo estoqueo en un segundo.

El hijo de la testigo llevaba una caja. Le pidió al rey que la abriera y vería la cara del asesino. El rey abrió la caja, que llevaba un espejo en el fondo, y el rey vio reflejado su rostro. Otras versiones relatan que el muchacho hizo que el rey se pusiera delante de un espejo que había en la sala. Sea de ello lo que fuese, lo cierto es que el rey comprendió el mensaje. Como además de cruel el rey era justo, le dio al muchacho la recompensa prometida y le advirtió:

          —Si lo dices a alguien date por muerto. 

          —Quede tranquilo su majestad. Juro solemnemente no desvelarlo jamás.

          —Más te vale si en algo aprecias tu vida. Vete y olvida este asunto.

          —Así lo haré —respondió el muchacho, al tiempo que hacía una reverencia.

Y se fue tan contento, con una buena recompensa y la vida resuelta.

A los pocos días se publicó un bando informando de que el asesino había sido detenido y ejecutado y que su cabeza de expondría públicamente en el lugar donde sucedió el crimen.  

Y así fue. Una comitiva salió del Real Alcázar en una mañana de mayo de 1354 al alba llevando unos servidores una caja, con la cabeza de piedra del criminal dentro, que no era otra que un retrato del rey don Pedro I de Castilla.

Al llegar la comitiva al lugar, unos alarifes abrieron un hueco en el muro y depositaron, tras una fuerte reja, la caja bien cerrada. El público, expectante, que esperaba ver la cabeza del criminal se llevó un chasco. Se alegó que, al ser la cabeza de una persona principal, y para evitar venganzas y disturbios era más prudente que no se viese en público. Así se hizo.

Esta leyenda ha dejado huella en el callejero sevillano: Cabeza del Rey Don Pedro y Candilejo. Un candil cuelga de la ventana de una de las casas aleñadas recordando este suceso. Y ¿dónde está hoy día la escultura con la regia cabeza? La original está en la Casa de Pilatos. La que podemos ver actualmente en la calle homónima no es una cabeza sino más bien un busto representando al rey, fechada a primeros del siglo XVII.  

           Y así termina una de las leyendas más famosas de la historia hispalense. 


11.10.25

 LEYENDAS  Y TRADICIONES: El hombre de piedra

El viandante que pasee por el barrio de San Lorenzo podrá encontrarse con una calle de nombre un tanto misterioso: Hombre de piedra. ¿Un hombre de piedra? Pues sí, un hombre de piedra, que no es más que un busto, al parecer romano, que se haya empotrado en la fachada de una vivienda. De ahí surgió la leyenda.                                   

En tiempos pretéritos era muy frecuente llevar la comunión a los enfermos de manera ceremoniosa por lo que no era difícil encontrarse con un sacerdote y su cortejo que llevaba el Santísimo Sacramento para alivio de un enfermo o moribundo. La norma litúrgica disponía y dispone que los fieles se arrodillen o hagan genuflexión al paso del Santísimo como signo de adoración. El pueblo le llamaba «Su Majestad en público». Aún en muchos pueblos se sigue usando ese término para las procesiones eucarísticas propias del tiempo pascual que llevan, de manera solemne, la comunión a los enfermos e impedidos. También se las llama «procesión de impedidos» actualmente.

Pero en el siglo XV, fecha en la que se sitúa esta leyenda, con una presencia absoluta de la Iglesia en la vida civil, las normas eclesiásticas eran obligatorias para todo el pueblo. Y ¡ay de quién no las cumpliera! La línea entre las jurisdicciones eclesiásticas y civiles se confundía. El pecado era delito y el delito era pecado.

La ley de la época de que hablamos, reinando Juan II, se puede leer debajo de la Cruz de las Culebras, en la sevillana calle Villegas. Dice así:

El rey i toda persona que topare el Santísimo Sacramento se apee, aunque sea en el lodo so pena de 600 maravedises según la loable costumbre desta ciudad, o que pierda la cabalgadura, y si fuere moro catorce años arriba que hinque las rodillas o que pierda todo lo que llevare vestido.

Pues bien, en una de las numerosas procesiones con el Santísimo tocó pasar por delante de una taberna. Los clientes que estaban en ese momento en el interior salieron a la calle y, respetuosamente, se arrodillaron al paso del Santísimo. Pero un tal Mateo, apodado el Rubio, no lo hizo.

          —¿Por qué tengo yo que arrodillarme? —exclamó con chulería el tal Mateo.  Y prosiguió:

          —Sois unos lacayos. Un hombre de verdad nunca se arrodilla ante nadie. Yo me quedo de pie y de pie seguiré.

Y así fue. Siguió blasfemando hasta que un rayo caído del cielo lo convirtió en una escultura de piedra, hundiéndole en el suelo hasta las rodillas, tal como hoy aparece. Sus blasfemias habían tenido su merecido.

Y allí sigue, eternamente de pie, como ejemplo de castigo por su impiedad y soberbia.

Y ya que hemos citado la Cruz de las Culebras digamos algo sobre el origen de ese nombre tan inusual.

La actual calle Villegas se llamó antes Culebras, de ahí el apelativo de la Cruz. Se rotuló con el nombre de Villegas desde 1898 por honrar al pintor sevillano José Villegas Cordero (1844-1921), discípulo de Eduardo Cano de la Peña y que llegó a ser director del Museo del Prado entre los años 1901 a 1918. No confundirlo con Pedro Villegas Marmolejo, pintor sevillano renacentista que vivió en el siglo XVI y que también tiene su calle en el barrio de Nervión.

Sobre el origen del anterior nombre, Culebras, nos ilustra José María de Mena, que le viene por una botica que había en esa calle, propiedad de un tal Juan Valle, que tenía pintada unas culebras. La culebra enrollada en una vara es el símbolo del dios griego Asclepio (Esculapio para los romanos), relacionado con la curación a través de la Medicina. Así pues, no es exótica la aparición de culebras pintadas en las boticas o farmacias, como hoy las llamamos. 

La Cruz, de madera, sin ornamentación, era la del cementerio del Salvador, en la plaza homónima. El asistente Pablo de Olavide ordenó retirarla del medio de la plaza y colocarla en su lugar actual, debido a las molestias que causaba al tránsito de peatones y carros,

 


18.7.23

A las perdidas patrimoniales vistas anteriormente hay que añadir  la especulación tremenda del suelo en los años del desarrollismo –década de los años 1960 y posteriores, años de expolio ciudadano en los cuales, supeditadas las decisiones políticas urbanísticas a fuertes intereses económicos, desaparecieron también muy importantes edificios, en este caso la mayoría de carácter civil. En palabras de Manuel Grosso es en estos años donde comienza la obsesión, que aún hoy dura, de enfrentar una hipotética Sevilla moderna a la más tradicional, error injustificable y que ha producido y aún produce situaciones irreversibles de diversa magnitud.

                                                                                                                

En la Plaza del Duque se destruyeron edificios tales como la casa-palacio de Miguel Sánchez-Dalp –que cuenta con magnífico reportaje fotográfico del humanista Emigdio Mariani Piazza y al que Nicolás Salas le ha dedicado un estudio magistral–; la casa palacio de los Solis y de los Cavaleri; el Hotel Venecia y el colegio Alfonso X el Sabio. En la plaza de la Magdalena cayó, por obra de la piqueta, el palacio de los Condes de Gelves. En muchos casos, sobre los solares hay hoy día centros comerciales. Además, podemos citar los derribos del Hotel Madrid, las casas palacios del marqués de Aracena y la familia Robledo y barrios casi enteros, como San Julián.

Si en la primera mitad del siglo XX era frecuente ver a alcaldes y autoridades varias empuñando la piqueta para iniciar obras de derribo, dejándose fotografiar como el cazador que se fotografía junto a su presa, hoy este espectáculo resulta imposible y ninguna autoridad alardearía de haber comenzado el derribo de un bien inmueble con valor histórico.

En cuanto a bienes muebles, Nicolás Salas aporta escalofriantes datos referidos a la destrucción de patrimonio en los siglos XIX y XX. Los retablos desaparecidos sumaron cien: 78 del siglo XVIII, 18 del siglo XVII  y 4 del siglo XVI. Las esculturas destruidas fueron 253, así distribuidas: 201 del siglo XVIII, 37 del siglo XVII, 12 del siglo XVI y 3 del siglo XV, más una posible del siglo XIV. Las pinturas perdidas sumaron 180 lienzos y tablas: 120 del siglo XVIII, 50 del siglo XVII, 9 del siglo XVI y una del siglo XV. Asimismo se perdieron cuarenta objetos de orfebrería, como cálices, copones, ostensorios y otros objetos, considerados de valor histórico y artístico.

Pero todo no es de color negro. La aparición en nuestros días de asociaciones dedicadas a la defensa y divulgación del patrimonio están haciendo una gran labor en evitar desmanes como los relatados, lo cual unido a la gran preocupación de los ayuntamientos democráticos por estos temas y por las instituciones públicas, que han invertido e invierten cantidades muy importantes en procesos rehabilitadores –léase Junta de Andalucía, Diputación, Ayuntamiento, han hecho resurgir de sus cenizas restos arqueológicos y edificios que se daban por perdidos. 

En la década de 1980, distintas intervenciones del Gerencia Municipal de Urbanismo, dirigida por el arquitecto José García-Tapial y León, recuperaron para la ciudad restos de la muralla almohade, que se creían perdidos: el importante tramo incrustado entre los edificios del colegio del Valle, el tramo desconocido existente la Casa de la Moneda y la Torre de la Plata, la identificación y salvaguarda de tramos por las calles Goles, Gravina, Zaragoza, Plaza de Molviedro,  Castelar, Tomás de Ibarra, Sol y algunas más. 

La Expo del 1992 dio un fuerte impuso al proceso restaurador que ya venía con fuerza de algunos años atrás, siendo lo más llamativo la sevillana Cartuja de las Cuevas –conjunto monumental feliz aunque polémicamente restaurado y puesto posteriormente en uso–. Se pueden citar, además, el Hospital de las Cinco Llagas –sede del Parlamento Andaluz en la actualidad–, el Palacio de San Telmo, hoy sede de la Presidencia de la Junta de Andalucía–, la Casa de Miguel de Mañara, los palacios de Altamira y el de los marqueses de la Algaba, la Casa de las Columnas en Triana y la de las Sirenas en la Alameda, el propio Museo de Bellas Artes, los restos del monasterio de San Jerónimo, el exconvento de los Terceros, parroquias como San Isidoro, San Andrés, San Bartolomé, la Magdalena, San Lorenzo, San Vicente, San Román, Santa Catalina y barrios casi enteros como San Bartolomé, el propio Ayuntamiento de Sevilla y algunos edificios más, en los que iniciativa privada ha tomado la responsabilidad de restauraros como el Hospital del Pozo Santo o el de Venerables, lucen hoy con un esplendor que se daba por perdido. La iglesia del ex-convento de religiosas franciscanas de Santa Clara y su entorno (Torre de don Fadrique y espacio conventual, hoy de posesión municipal), se suman a esta positiva lista.

El ejemplo ocurrido con el segundo templo de la ciudad, el del Salvador, en el que todas las administraciones, espoleadas por iniciativas ciudadanas, reaccionaron ofreciendo su colaboración al tener que cerrarse al culto por peligro para los fieles, es significativo de la conciencia que hoy existe sobre la importancia de la conservación de nuestro patrimonio. Hoy la iglesia del Salvador es un ejemplo de restauración y conciencia cívica.

De igual modo, los espacios arqueológicos y centro de interpretación del castillo de la Inquisición, en Triana, y los restos romanos de la Encarnación en el Antiquarium, el mayor yacimiento arqueológico romano de Sevilla, son ejemplos de la puesta en valor de nuevos espacios que enriquecen y amplían, de manera muy importante, el patrimonio de la ciudad. La parroquia del Sagrario, pronta a su reapertura, y la restauración por fases de la Giralda se suman a este impulso conservador.  

Pero aún queda mucha tarea por realizar, sobre todo en las iglesias conventuales: el convento carmelita de San José –conocido como Las Teresas–, el de monjas dominicas de Madre de Dios o el convento de agustinas de San Leandro por citar algunos ejemplos. 

          

 

 



[1] Grosso, Manuel, Sevilla, ciudad de leyenda, Editorial Jirones de Azul, Pág. 305.

17.7.23

Seguimos con el relato de los hitos más importantes referidos a la destrucción del patrimonio artístico sevilla.    

1868: Revolución de septiembre que destronó a Isabel II y que, aparte de algunas capillas –sirva de ejemplo la de los marineros de calle Pureza– y algunos conventos femeninos como el de Santa María de las Dueñas –cistercienses–, el de la Purísima Concepción –franciscanas concepcionistas–, el de la Asunción –mercedarias– y el de Consolación –mínimas– también se llevó por delante, como más significativo, la parroquia de San Miguel –mudéjar– y el Oratorio de San Felipe Neri, templo de los más ricos en patrimonio artístico y espiritual y de los cuales solo nos queda su recuerdo en el nomenclátor de sus respectivas calles. También, las puertas y la mayor parte de las murallas de la ciudad desaparecieron sobre esa fecha, en un proceso que abarca de 1858 a 1873. Antes de 1868 se derribaron las puertas de la Barqueta –fue la primera en caer, San Juan, Real, Arenal, Jerez y de la Carne a las que se sumó el postigo de Carbón. Después de 1868 cayeron las demás puertas, salvándose la de Macarena y el postigo del Aceite junto con el lienzo septentrional de muralla actualmente conservada, que en principio debería haber abarcado hasta la puerta del Sol pues así se acordó con la Comisión de monumentos que vio, indignada, como la piqueta echó abajo más de lo inicialmente previsto.

1931-32: Segunda República española, cuya proclamación fue «celebrada» por grupos de incontrolados quemando la capillita del señor San José y el colegio jesuítico de Villasís, asaltando asimismo la iglesia del Buen Suceso e impidiendo la fuerza pública mayores desmanes –sucesos de mayo de 1931–. En 1932, la ola anticlerical y pirómana volvió a actuar, esta vez quemando San Julián, perdiendo la cofradía de la Hiniesta sus imágenes primitivas. Esta parroquia fue totalmente destruida por un incendio en la madrugada del día ocho de abril. San Julián era –y sigue siendo– una iglesia mudéjar del siglo XIV. La pérdida patrimonial, bien conocida, es similar a lo que sucedió en otros templos y a modo de ejemplo la pormenorizamos.

En el incendio de San Julián se perdieron las siguientes obras artísticas: imagen de la Virgen de la Hiniesta, patrona del Ayuntamiento, del siglo XIV, tal vez una de las imágenes más antiguas de la ciudad; una pintura mural de san Cristóbal del siglo XV, original de Juan Sánchez de Castro; ocho pinturas en tablas de primeros del siglo XVI; los titulares de la Hermandad de la Hiniesta, atribuidos a Martínez Montañés; una dolorosa de Alonso Cano; el retablo mayor, obra del siglo XVII de  Felipe de Ribas; varios retablos de los siglos XVII y XVIII, a lo que habría que sumar pinturas, esculturas, mobiliario, ornamentos y una buena colección de orfebrería sevillana. Sirva esta relación como ejemplo de la perdida que ocurría cada vez que un templo era incendiado.

1936: Inicio de la Guerra Civil, el 18 de julio, con incendios de edificios religiosos siendo un caso muy significativo San Julián, que ardió por segunda vez en pocos años, Santa Ana, San Gil, Omnium Sanctorum, San Juan de la Palma, San Román, San Roque, San Bernardo, San Marcos, Santa Marina, Montesión, Las Salesas, La O, San Bernardo, convento de San José de mercedarias y la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, sumando un total de dieciséis edificios religiosos quemados o saqueados.

                                                                                                                

Como resumen, podemos decir que unos 19 establecimientos religiosos fueron destruidos total o parcialmente en Sevilla capital entre los años 1931 a 1936. Sufrieron incendios o saqueos tanto templos parroquiales como iglesias, sedes de hermandades y cofradías, archivos y conventos. Suman 596 objetos de arte religioso los que han sido catalogados como perdidos y casi un centenar más han quedado sin identificar por carecer de documentación.
                                                                                                                

Cada una de las anteriores fatídicas fechas dejó su huella en la destrucción y derribo de iglesias y conventos, que antes solo hemos bosquejado, perdiéndose un patrimonio por desgracia ya irrecuperable. Pero no solo estos sucesos revolucionarios han contribuido a la desaparición de parte de nuestro rico patrimonio, como veremos en un siguiente artículo.

            

16.7.23

Cronología de un desastre patrimonial (I)

 En una serie de artículos vamos a analizar los hitos y fechas más importantes en la destrucción del patrimonio histórico de Sevilla. 

La crónica negra sobre la destrucción del patrimonio histórico de nuestra ciudad tiene en sus autores nombre y apellidos. Las fechas más relevantes en esa destrucción –dejando aparte fenómenos naturales a nadie directamente imputables como incendios, inundaciones o terremotos– podemos relatarlas así:

 1810: Ocupación francesa de la ciudad. El mariscal Soult utilizó los conventos como alojamiento para sus tropas, incumpliendo lo pactado en las Capitulaciones de la ciudad, que disponían entre otras cosas respeto a las propiedades de la Iglesia y al clero. En el Alcázar llegaron a reunirse, procedentes de conventos e iglesias fundamentalmente, casi mil cuadros –999 según el catálogo publicado por Imaz–. Entre los cuadros confiscados se encontraban 43 de Murillo, 82 de Zurbarán, 40 de Alonso Cano, 74  de Valdés Leal, 10 de Roelas y 22 de Herrera el Viejo. Cierto es que últimas investigaciones apuntan a que el rey intruso pretendía crear un museo en el Alcázar. Lo anterior no excluye el expolio que, personalmente, realizó el mariscal Soult  y que no fue poco –cuadros de Santa María la Blanca o del Hospital de la Santa Caridad–, por citar dos ejemplos de los muchos elegibles.

El mariscal organizó su propio museo en su residencia del Palacio Arzobispal el tiempo que estuvo en Sevilla. Allí, probablemente, reunió cerca de doscientas obras escogidas que le hubiera gustado llevarse al dejar la ciudad en 1812. Los mejores cuadros de Murillo y de los grandes maestros sevillanos pasaron directamente a decorar su residencia.

La comparación entre el inventario de 1810 y los inventarios posteriores indican, de forma aproximada, los cuadros sustraídos: un total de 173 pinturas. Los invasores galos se llevaron 32 cuadros de Murillo, 28 de Zurbarán, 25 de Alonso Cano, 8 de Valdés Leal, 5 de Herrera el Viejo, 3 Rubens, y 2 de Roelas, entre los más sobresalientes

Con el pretexto de modernizar y abrir plazas y espacios públicos se derribaron dos parroquias mudéjares –Santa Cruz y La Magdalena– y el convento de monjas agustinas de la Encarnación, además de ocupar conventos para usarlos como cuarteles y cuadras, con el consiguiente destrozo. El convento de la Encarnación comenzó a ser derribado el veintiocho de abril de 1810, solamente tres meses después de la ocupación francesa. La excusa fue abrir una gran plaza pública. Se realizó sin cumplir ninguno de los requisitos que la propia orden de derribo indicaba –no se  dieron indemnizaciones, no fue solicitado por el Municipio–.

El plan de política urbanística que traía José I tenía como objetivo abrir grandes plazas unidas por anchas avenidas que definiesen amplias perspectivas, tal como se había hecho en Paris.

1835-36: Desamortización de Mendizábal, que declaró extinguidos, con algunas excepciones, todos los monasterios, conventos, colegios, congregaciones y demás casas de religiosos de ambos sexos, adjudicándose el Estado sus bienes  y ordenando su venta –decreto de 9 de marzo de 1836–. Sin entrar a valorar la oportunidad, necesidad o urgencia de las medidas desamortizadoras, no cabe duda de que, cuantitativamente, es el atentado más voluminoso al patrimonio histórico-artístico de toda nuestra historia. Serían innumerables los ejemplos, citando solo como muestra la desamortización de la Casa Grande de la Merced –hoy Museo Provincial de Bellas Artes–, la Cartuja de las Cuevas y los conventos femeninos de Pasión y Santa María de Gracia –dominicas–, de Belén –carmelitas–, Dulce Nombre y Nuestra Señora de la Paz –ambos de agustinas y hoy conservados como sede canónica de cofradías– y los de San Miguel y Justa y Rufina, ambos de franciscanas concepcionistas.

A cambio, y por citar algo positivo, la primera mitad del siglo XIX puede calificarse de «la época de las plazas», ya que nacieron las del Museo –tras el derribo de parte del convento mercedario–, la actual del Cristo de Burgos –en el solar de la primitiva Fábrica de Tabacos–, la de la Magdalena –tras el derribo de la parroquia homónima–, la de la Alfalfa –tras derribarse la Carnicería Mayor–, la Plaza Nueva –en el solar del convento de San Francisco–, la plaza de Santa Cruz –tras el derribo de la parroquia homónima– y la de la Virgen de los Reyes. El mercado central de la ciudad se levantó sobre el solar de una enorme manzana que incluía el derribado convento de la Encarnación, de monjas agustinas. Hoy, una comunidad de religiosas de la misma Órden, herederas del derruido convento, mantiene el nombre del convento ocupando el antiguo hospital de Santa Marta, en la Plaza de la Virgen de los Reyes.